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Nadie sabe exactamente cuándo comenzó a masificarse la actividad textil en San Pedro de Cajas, un pequeño distrito de Tarma con no más de 10,000 habitantes. De lo que no queda duda alguna es que la habilidad de los artesanos sampedranos, manifiesta en sorprendentes tapices y mantas de gran colorido, es hasta hoy incomparable.
Su antigüedad puede calcularse observando un pozo salino llamado Cachipozo, que fue construido por los incas. Entonces, San Pedro de Cajas era conocido como Galgash, cuenta el historiador local Leandro Yurivilca León, de 71 años. “Este pueblo era un asentamiento de la cultura Taruma, de donde proviene el término Tarma”. Que fue una de las residencias predilectas de los incas es algo que los sampadrinos han incorporado al imaginario local, siguiendo la huella de su destreza manual.
Ellos creen, orgullosos, que ya entonces el inca disponía de un acllahuasi con vírgenes diestras en el oficio de tejer lana de alpaca y de vicuña. San Pedro de Cajas no está instalado en un valle, sino en la hondonada que forman las altas montañas. No tiene un río, sino ojos de agua. Un empinado apu, el cerro Patamarca, extiende su sombra benefactora por el pequeño poblado.
Sus sembríos se alzan en las faldas de las montañas, pobladas además por miles de ovejas que se aclimataron cuando los españoles las incorporaron al paisaje. Ese debió ser otro motivo para que el oficio del telar
se convirtiera en la rutina de la población y que la tradición persistiera hasta hoy.
Nada más uno se ubica en la plaza de Armas, presidida por una bella iglesia, y se cruza con mujeres que caminan con un hilo de oveja colgada del cuello, un cesto donde reposa la madeja y las manos ocupadas con los palitos. Chompas, chullos, chalecos y chalinas se tejen al paso, ya sea mientras ingresan a una tienda o salen al campo
a pastar.